martes, 3 de enero de 2012

Las dos Andalucías



Rubén Pérez Trujillano


Las recientes descalificaciones que ha proferido en un famoso programa de televisión Cayetano Martínez de Irujo y Fitz-James Stuart contra los jornaleros y la juventud andaluza hacen reflexionar sobre la verdadera naturaleza de lo que puede denominarse el hecho de las dos Andalucías.

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Para los que creemos que el esencialismo sirve para la poesía pero no para la política, el origen más próximo de la Andalucía de nuestros días se ubica a finales del siglo XVIII y principios del XIX, en el marco de implantación del capitalismo y el Estado liberal burgués. Es entonces cuando se va pergeñando ese problema de envergadura social que permite hablar de la existencia de dos Andalucías. Las guerras civiles y el liberalismo económico abanderado por Jovellanos derivaron en una de las mayores catástrofes sociales de la historia reciente del Estado español: las desamortizaciones de bienes eclesiásticos, municipales y comunales en beneficio de las clases sociales que en aquel turbio contexto estaban en boga. La correlación de fuerzas durante el desarrollo de la Revolución liberal burguesa en España hizo que fuera imprescindible establecer una alianza entre la vieja aristocracia en peligro y la pujante burguesía con tal de evitar un régimen que privara de sus privilegios tanto a una como a otra clase. De ahí que ambas formasen el bloque de poder dominante en un nuevo régimen que, precisamente por eso, conservaba vestigios feudales. En resumen, puede decirse que se trató más de un proceso de transacción de formas de dominación y opresión antiguas que de transición hacia unas relaciones sociales y de producción cualitativamente diferentes.

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Esto explica que la burguesía liberal, artífice de las medidas expropiadoras, no sólo respetara las propiedades de la nobleza, sino que acordara con ésta el reparto de las tierras municipales y comunales. En este momento de perpetua lucha entre el pueblo que de hambre en hambre se rebela y los terratenientes nobiliario-burgueses que usan la ley y los instrumentos estatales del terror a su favor, comienzan a instalarse los pilares de las dos Andalucías. A partir de ahí un andaluz, es decir, una persona que ha venido a nacer o, en su caso, a desarrollar su vida en un medio social dado y bajo una realidad material y cultural concreta, puede encasillarse inequívocamente en alguna de las dos contrapartidas que conforman ese país que es Andalucía.
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Por un lado destaca la Andalucía oligárquica, terrateniente y plegada lo mismo a la corte madrileña que a los comerciantes extranjeros. La que mantuvo el Tribunal de la Santa Inquisición hasta 1834 y financió la creación de la Guardia Civil diez años después con el fin de aplastar los motines de hambre o bien las revueltas obreras. La esencia caciquil de una nación creada sobre criterios de renta, el brazo fuerte de la España de los propietarios que no aceptó diversidad cultural ni étnica de ningún tipo. La Andalucía que gustaba de hablar fino y la Andalucía de los que antes que arriesgar en empresas y proyectos comunes prefería trepar en las redes clientelares y de patronazgo de los partidos dinásticos cuando no en el partido único; la Andalucía de los militares de carrera y, por supuesto, de esa mezcolanza inconfundible de incienso y casino. O, por otro lado, alguien que se considere andaluz puede acudir al acerbo de la Andalucía trabajadora que además es pobre, pues así la quisieron los primeros, la Andalucía del podrerío, sometida al jornal diario y a las intimidaciones de quien por medio de pistoleros controlaba su vida. La Andalucía que siendo sufridora, desmayadita de hambre y de esperanzas, echaba mano de esa evasión mágica a la que llamamos “gracia”. Pero a su vez, la Andalucía orgullosa, madura y con la conciencia obrera de todo pueblo sublevado.

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Orgullosa porque su sino viene siendo afrontar un permanente desafío contra el explotador y contra aquéllos de arriba de Despeñaperros que vilipendian sus señas de identidad, sus formas de ser, cuando aquéllas siempre se habían desenvuelto más allá de los altos muros del mercado. Madura, a causa de la sombra que a diario ha compuesto la tragedia de las gañanías y las alcobas murientes, madurez que preludia eso que ha sido bautizado como “duende” por la poesía popular. Y con acusada conciencia, porque así ha tenido que ser por necesidad la Andalucía de los acosados, los perseguidos y los ajusticiados. La de los emigrados que saben que no regresarán y la de los hijos de la inclusa que permanece dolorida y venerable en los barrios de un puerto con olor a pólvora. La Andalucía flamenca en el más puro significado de las palabras “felah mencub”: la Andalucía de los desposeídos. La que ensayó revoluciones milenarias en la hora del reparto final, imprimiendo en sus coplas y fandangos el odio hacia las plusvalías y la acumulación de beneficios mucho antes de que un alemán escribiera El capital.
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Cada uno por su parte, la historia, que no el azar, ha dispuesto que sean Cayetano Martínez de Irujo (duque de Salvatierra) y Diego Cañamero Valle (portavoz nacional del Sindicato Andaluz de Trabajadores) quienes personifiquen la representación simbólica más precisa de esas dos Andalucías antagónicas, claramente divorciadas, que aún hoy luchan, se equivocan y se querellan.



· Publicado en Área, 31/12/2011

y Tercera Información, 01/01/2012.

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