jueves, 17 de abril de 2014

"La Constitución. El Huizilopochtli liberal". Un texto de Antonio Ramos-Oliveira

A continuación trascribo un subepígrafe de la colosal obra Historia de España del exiliado Antonio Ramos Oliveira (1907-1973). Muestra un gran interés histórico y, como tal, pletórico de sentido para el porvenir. Aunque parezca irrebatible que "la historia nos enseña que el hombre no aprende nada de la historia" (Hegel dixit), estoy seguro de que estas reflexiones, surgidas al calor del proceso constituyente de 1931, tienen mucho que ilustrar a quienes como nosotros tenemos el indeclinable deber de cambiar el orden de cosas vigente. El PSOE (partido al que perteneció el autor del texto) propone abiertamente la reforma de la Constitución de 1978. Que la sabiduría de los viejos no se extinga con la naturalidad terrible con que se extinguen las tardes.



<<CAPÍTULO III. LA CONSTITUCIÓN

1. El Huizilopochtli liberal

Hay que admitir que la hora más grave y solemne para una nación es aquella en que se constituye en régimen de libertad y de justicia. En España este rito se repite con tanta frecuencia que va perdiendo toda solemnidad. Y se repite con tanta frecuencia porque para la democracia española, una nación se constituye en régimen de libertad y de justicia mediante la aprobación en Cortes extraordinarias de un centenar de artículos en que se traza una definición de España de todo punto contraria a lo que España es y puede ser. En la Constitución de 1931 se escribió: "España es una República de trabajadores..." cuando debió decirse: "España es una República de fellahs amenazada por la oligarquía agraria."

La Constitución que no sanciona un estado real de cosas es un mero pasatiempo de abogados, y un pasatiempo funesto, por cuanto divulga, entre otras, la ilusión de que los derechos que se registran en el Código constitucional están logrados. "Una Constitución nace, no se hace", escribió Savigny.

La democracia española es capaz de morir por la Constitución creyendo que muere por la revolución. Jamás se ha concedido mayor importancia a un papel. Y es que la Constitución tiene en España un nimbo transcendente, es un icono, el Huizilopochtli liberal. La heterodoxia española ha acabado idolatrando a esta Biblia de los Derechos del Hombre, especie de Vulgata para quienes habiendo dejado de ser católicos no han concluído haciéndose protestantes. Al perder la fe en los altares, la minoría intelectual y burocrátrica española hizo de la Constitución un fetiche; y a este fetiche se sacrifican periódicamente en España fantásticas hecatombes de hombres, mujeres y niños, como en Cartago se sacrificaban a la gloria de Belial.

Entre los factores que vienen impidiendo que España se constituya están, ante todo, las constituciones y las asambleas constituyentes. En parte, porque el tiempo que reclama la concepción, escritura y despacho parlamentario del Código constitucional es aproximadamente el que necesita la oligarquía para salir de su estupor y dar la batalla a la revolución sobre terreno seguro. Cuando, con la acostumbrada candidez, se anuncia al pueblo el feliz alumbramiento de una nueva Constitución, la revolución se bate ya en retirada. En la lucha entre los derechos del pueblo, sólo existentes en el papel, y los poderes de la oligarquía, con profundas raíces en la sociedad, el pueblo lleva las de perder, y pierde. En segundo lugar, la obsesión constitucionalista fuerza a los reformadores a definir su actitud respecto de todos los problemas, algunos de los cuales no urge resolver, y de todas las clases sociales, algunas de las cuales pudieran ser aliadas de la democracia en la revolución contra el sector más poderoso y de más necesaria y apremiante sujeción.

La Constitución a priori es el carro delante de las mulas, aparte irritar a temibles fuerzas sociales, sin poder destruir a nada ni a nadie.

En 1931, el pueblo español pone la revolución en manos del gobierno revolucionario, y el gobierno revolucionario se la pasa a los abogados. Se busca a los hombres de leyes "cuando la cuestión no es ley o no ley, sino vida o no vida".

Los abogados recogen la revolución, ya exánime, y se ocupan durante buen número de meses en los meticulosos afanes de la autopsia. A vuelta de infinitos trabajos motivados por las dificultades de hallar las correspondientes fórmulas, el sanhedrín forense somete al parlamento un papel que bajo el epígrafe de anteproyecto de Constitución es el certificado de defunción de la reforma de España.

Como toda desventurada nación donde no se conoce la justicia, España es superlativamente rica en abogados. Platón tenía este hecho por señal inequívoca de una república corrompida. No es que la milenaria profesión de la toga sea inútil o perniciosa en una república bien organizada; a ella han pertenecido hombres tan insignes y honrados como Abraham Lincoln y Benito Juárez. Pero es evidente que el exceso de abogados es tan grave amago para una nación como la demasía de curas y frailes, si no más. Una república que mire por sus fueros no deberá preocuparse solamente de disminuir las comunidades religiosas, sino también de poner límites a estas congregaciones de obispos, canónigos y sacristanes de la ley. En la segunda República española los abogados llegarán a copar todo el gobierno bajo la inefable presidencia del señor Samper. >>


  • RAMOS-OLIVEIRA, A. (1952): Historia de España, tomo III, Compañía General de Ediciones, México D. F., págs. 27-29.

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