sábado, 20 de junio de 2009

Castilla del Pino, la persistencia de la memoria.


Joseba Macías
Deia/Rebelión




Marcuse, Fanon, Rusell, Malraux, Sartre, Benjamin, Arendt, Weil... Nuestro “altar generacional”, ciertamente, no estuvo exento de autores de culto. Buena parte de esa amplia franca de seres humanos nacidos en este rincón del mundo entre los años cincuenta y los setenta del pasado siglo, tuvimos también nuestros particulares hombres y mujeres del pensamiento que, en su heterogeneidad, fraguaron militancias y compromisos, cosmovisiones y lecturas apasionadas en medio de aquellos campos de la melancolía que, muchos lo supimos después, habían marcado nuestros primeros conatos de socialización activa. Entre estos nombres de referencia, Carlos Castilla de Pino jugó un papel fundamental. Y ahora que este sobreviviente de 86 años acaba de perder su obsesionada batalla contra la muerte biológica, bien merece un pequeño recuerdo desde estas páginas. Sobre todo por lo que significó para muchos de nosotros-as. Es decir, hablemos de Castilla del Pino como excusa para una evocación a este otro lado del espejo. ¿Un acto de justicia? Claro que sí. Con él y también con todos los ebanistas del cambio y la transformación hacia un mundo necesariamente mejor y más justo. En la labor, Castilla del Pino nos aportó una contribución esencial: el análisis estricto y documentado, siempre con un rigor fuera de toda duda intelectual, sobre cuestiones tan fundamentales como la incomunicación o los sentimientos. ¿Es extraño entonces recordar aquellas citas amorosas bajo cielos uniformadamente grises, debates en los jardines de campus y parques o viajes en autobuses urbanos (rojos o azules), acompañados de títulos como “Estudios sobre la depresión”, “Psicoanálisis y marxismo” o “Teoría de la incomunicación”? Castilla del Pino se convirtió en nuestro psiquiatra de cabecera en tiempos de terapias necesarias. Nunca se lo perdonaron: profesor en la Facultad de Medicina o en la Escuela de Ciencias Sociales junto a nombres como Aranguren, Tierno Galván o García Calvo, hasta 1983 no pudo acceder a su cátedra. Tres años antes de jubilarse. Todo un síntoma de la larga sombra de un totalitarismo que sigue demasiado vivo como para hablar de pruebas superadas.

Castilla del Pino, en una fotografía de Andrés Fernández.

En sus trabajos defendió un modelo psiquiátrico ajeno a los manicomios. Y la persistencia de la memoria. De esto último nos dimos cuenta un poco más tarde. Fue a raíz de la aparición de su excelente autobiografía publicada en dos partes: “Pretérito imperfecto” (1997) y “Casa del olivo” (2005), considerada por diversas voces como uno de los repasos históricos más importantes realizados sobre el Estado español contemporáneo. Y un eje central en esta evocación: sin memoria no hay vida humana, somos porque recordamos. Quizá por eso los indios relacionen el olvido con la muerte... El psiquiatra gaditano se transforma aquí en historiador, sociólogo, médico y cronista costumbrista de una época. Un repaso selectivo que tiene en la Guerra Civil el referente esencial para entender muchos de los elementos de un presente hipotecado. Una guerra con decenas de miles de asesinados-as desde el alzamiento militar de 1936, sí. Pero también, Castilla del Pino no desvía la mirada, una tragedia con manifiestas complicidades y silencios mantenidos. Lo mismo que contaba Erich Fromm del ascenso del nazismo y la actitud de la sociedad bien pensante alemana. O lo mismo que evocaba Hannah Arendt cuando hablaba de la “solución final” y las iniciales miradas hacia otro lado de la burguesía judía...


Castilla del Pino, también lo conocimos más tarde, no creía en la paternidad personal. Tampoco en el canto litúrgico a la familia como base de la estructuración social. Su retrato íntimo nos habla de siete hijos y de una relación marcada más por el deber que por la vocación. Cinco de ellos, muertos, no le sobrevivieron: una se suicidó, dos murieron de sida, alcohol y heroína, otro en un accidente de moto y la quinta, su hija mayor, falleció a causa de un cáncer de colon del que no quiso curarse en ningún momento. Más nombres tachados en la agenda de los amigos muertos. Una tragedia personal que marcará sus últimos años, por encima de imposturas y negaciones: “La historia no es drama porque el drama es personal, de cada uno”. Él lo sabía de manera muy especial. Quizá por eso nos quede también el sabor agridulce de las contradicciones en su cotidianidad.


“Todos tenemos múltiples rostros y tampoco soy ningún paradigma de bondad”, señala en las páginas de “Casa del Olivo”. Posiblemente sea verdad. Una toma de conciencia que refleja otro universo en antítesis. Pero él nos contó que nuestro destino está aquí mismo, unido a nosotros-as por encima de interpretaciones idealistas o mecanicistas. Un compromiso existencial eternamente vivo que nos sigue permitiendo intentar conocernos mejor. Aunque sólo fuera por eso Carlos Castilla del Pino forma parte de nuestro intransferible cofre de las experiencias vividas. Eso sí, humanas, siempre demasiado humanas.


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